7 de enero de 2011

¿Causalidad o destino?

El amor surge, sucede y te atraviesa... Así, en el momento menos pensado y de quien menos esperamos. Y esta historia, podría explicar muy bien el por qué.

El primer día del 2004 fue igual a cualquier otro de los anteriores: almorcé con mami, jugamos a las cartas y después de bañar a Franco nos fuimos a ver pelis tiradas en el sillón.
Hacía seis meses que estaba buscando trabajo. Después de tomar la decicisión de sacarme la esponja de la oreja, comencé a buscar nuevas alternativas pero no me estaba resultando tan fácil como supuse. Mientras esperaba "el empleo", daba clases particulares en mi casa y con eso me bancaba los viáticos y apuntes de la facultad y la terapia, por supuesto.
Como en el verano la búsqueda se hacía más complicada me había puesto como fecha límite el 15 de enero: si para esa fecha no me contrataban de alguna organización, comezaría a dedicar mi tiempo a quienes más lo necesitaban brindando mi trabajo voluntario en algún comedor o centro comunitario.
Pero justo un día antes del plazo establecido, coincidí con el perfil buscado por una organización sin fines de lucro dedicada al negocio publicitario y firmé contrato por tres meses para demostrar mis habilidades como recepcionista y secretaria.
La oficina estaba ubicada en el barrio del Congreso, a 25' de colectivo desde casa, a 12 cuadras de la facultad y a la vuelta del consultorio de mi analista. Mejor imposible. El sueldo me cerraba y la bienvenida fue de una manera muy cálida y familiar.
La sensación era de ser nuevamente una persona íntegra, que volvía a la civilización, que estaba inserta en la sociedad, que pertenecía y eso indudablemente, hacía aumentar mi confianza y autoestima.
Durante la primer semana aprendí la mayoría de las cosas que tenían que ver con mis quehaceres, aproveché los baches del verano para empaparme sobre la misión y objetivos de la institución y hasta me animé a pedirle más tareas al Gerente General para que las horas se me pasaran más rápido.
Esa misma persona, quien de ahora en más será llamado El Patrón, fue quien me había entrevistado la primera vez y quien después de darme la bienvenida me explicó lo inherente a mis tareas: quiénes podían pedirme cosas y qué esperaba de mí para que todo transcurriera en orden.
Desde esa reunión percibí una conexión diferente con El Patrón, como que podía contar con él para lo que necesitara. Una suerte de confianza, certidumbre y protección sostenidas por una mirada cálida y dirigida.
Por aquel entonces El Patrón comenzaba a estrenar la década de sus 50, estaba casado por tercera o cuarta vez con una mujer sólo un año más grande que yo y juntos tenían un niño de dos años. Tenía esa información por haber cruzado charlas de almuerzo o instantáneas de pasillo...
Como yo solía ser la primera en llegar a la oficina, se le había hecho costumbre pedirme que le llevara el mate a su escritorio y quedarnos conversando cada día un ratito más sobre cosas del trabajo y tantas otras sin sentido.
Mi nombre fue reemplazado por "Muñeca" y cuando solía pasar por detrás de mi escritorio me rozaba los hombros o el pelo con el ¿único? fin de pedirme algún favor...
Con el correr de los días, cada saludo de "buen día" y "hasta mañana" se volvieron los más importantes de la jornada, porque el modo en que El Patrón me tomaba de la cintura para darme la bienvenida o despedirme, me producía una adrenalina, que hasta ese momento no le podía o no quería encontrar un sentido cierto...
Comencé a dudar de mí misma; dudar de este poder que tengo para fantasear en gran escala sin limitaciones, contra creer que había incuestionables señales en sus miradas, gestos y sonrisas...
Pero sencillamente no podía estar dentro de mis posibilidades reales.
Era El Patrón: el jefe de mi nuevo y flamante trabajo.
Estaba casado.
Me doblaba la edad.
Y era mayor que mis padres...
Sin embargo, nada de eso pareció importarme el jueves que me invitó a cenar...

Continuará...

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