4 de mayo de 2010

Placeres

¿Llueve? Sí, mejor si llueve.
Y nadie con quien pasar la tarde.
¿Televisión? No.
¿Un libro? No.
¿Y si salimos?
¿Solas? ¡No!
Pero a ver... ¿por qué no?
¿Y el cine?
Y allí vamos, con el impermeable como indicio de que somos detectives que investigamos un caso. El nuestro.
Y sacamos la entrada y a esta hora hay poca gente y elegimos sentarnos allá al fondo, del lado del pasillo, en ese extremo al que siempre le tuvimos ganas pero que resignamos cuando vamos en pareja porque a él le gusta ver la pantalla bien de frente.
A nosotras, descubrimos ahora, nos va mejor el costado, la perspectiva, el sesgo.
Nos sacamos los zapatos, total no hay casi nadie.
La oscuridad nos guarda como un ángel que nos permite por un par de horas dejar atrás la marcha cotidiana.
Nos sumergimos en la película. Tanto y con tanta entrega, que nos parece que nunca hemos mirado tan atentamente algo.
Y cuando la palabra “fin” nos avisa que es hora de salir del cine, lo hacemos a nuestro modo. Acelerado, como para escapar, o lento, como para retener el instante. Somos libres, esta tarde, de volver a casa caminando con nuestros propios pasos.

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